Con los hijos mejor que con los padres
Luis Bodoque | Monitor y técnico de mediación en Culturas Unidas
A pesar de que el fenómeno migratorio, ha sido una constante a lo largo de la historia de la humanidad, la problemática vinculada a la integración, en las sociedades receptoras, de los desplazados sigue constituyendo un desafío difícilmente superable. Los recién llegados de otros países, que huyen de la injusticia y la desigualdad, se enfrentan a una realidad extremadamente difícil. Es normal que, para muchos de ellos, la prioridad inmediata no sea arraigarse en la sociedad de acogida. Cuando las personas migran para escapar de condiciones extremas de pobreza, violencia o persecución, prácticamente su única preocupación es encontrar seguridad y estabilidad. En tales circunstancias, su horizonte no suele ir más allá del simple alcanzar una vida digna lejos de la miseria.
Obviamente, garantizarse alimentos, refugio y empleo es mucho más urgente que aprender un nuevo idioma o adaptarse a una nueva cultura. Por consiguiente, estas necesidades básicas deben ser satisfechas antes de que cualquier intento de inclusión pueda ser considerado como mínimamente eficaz. Lógicamente, estas situaciones han operado tradicionalmente como freno frente a los esfuerzos destinados a su integración que, sin embargo, deben reconocer y abordar demandas mucho más perentorias, por parte de estos individuos. A su vez, muchos de ellos, huyen de regímenes opresivos o de sistemas corruptos, manifestando serias reticencias a confiar en las autoridades del nuevo país, dificultando, de ese modo, el acceso a servicios sociales, educativos y de salud que son vitales para prevenir su exclusión. La adaptación a un nuevo entorno cultural puede ser abrumadora. Las diferencias de idioma, costumbres y normas sociales pueden hacer que los migrantes se sientan progresivamente aislados y marginados. Este sentimiento de alienación puede llevarlos a buscar refugio en comunidades de otros migrantes de su mismo origen, lo que puede retrasar el proceso de integración en la sociedad más amplia, debido a dinámicas de “guetificación” o “balcanización”. Desde las primeras oleadas, han transcurrido ya algunas décadas y tras cosechar estos primeros fracasos, tal vez convenga cambiar de estrategia focalizando nuestra atención, esta vez, hacia sus descendientes. Procedan o no de procesos de reagrupación familiar, lo cierto es que poseen una dualidad cultural única. Ellos son, en muchos casos, los únicos puentes existentes entre dos mundos: el de sus padres y el de la sociedad en la que viven. Esta situación les otorga una ventaja potencial, ya que pueden entender y mediar entre ambas culturas. A menudo, los esfuerzos de integración hallan su verdadero éxito a través de los hijos de los emigrantes, quienes actúan como conectivas entre sus familias y la comunidad en la que viven. Sin embargo, también enfrentan desafíos particulares, como la identidad cultural, la discriminación y las barreras lingüísticas, que pueden transformar discretas colisiones culturales en todo un cisma generacional de envergadura. Por otro lado, si finalmente nos decantamos por esta alternativa táctica, el ámbito de actuación, por antonomasia, debería centrarse en la educación. Las escuelas, hoy en día, no solo son lugares donde se imparten conocimientos académicos, sino también espacios donde se inculcan valores y se fomentan habilidades sociales.
Implementar programas educativos que incluyan la historia y la cultura de las comunidades migrantes, así como el idioma de los padres, puede ayudar a estos jóvenes a sentirse orgullosos de su herencia y a desarrollar una identidad sólida y equilibrada. Así mismo, crear espacios de encuentro y diálogo intercultural en nuestros centros educativos puede ayudar a romper estereotipos y fomentar el respeto y la convivencia pacífica. Atender a los descendientes de personas migrantes no es solo un acto de justicia social, sino una inversión a futuro de nuestras sociedades. La integración comenzará verdaderamente con ellos, ya que son quienes verdaderamente sienten ese deseo y tienen el potencial suficiente para fusionar lo mejor de ambos mundos, contribuyendo así de manera significativa al desarrollo y la diversidad cultural de sus comunidades. Ignorar sus necesidades es perpetuar un ciclo de exclusión y desigualdad. Por tanto, debemos priorizar su bienestar y su integración, entendiendo que en ellos reside la llave de un futuro más inclusivo y cohesionado.
Luis Bodoque | Culturas Unidas
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